OPINIÓN: Escribe Daniel Giúdiche (*)
Analizaremos juntos cómo, la narrativa oficial y los discursos de odio, emanados desde la cúpula del poder ejecutivo, inciden en la salud y debilitamiento de nuestra democracia.
Desde la asunción al gobierno de Javier Milei se abre una nueva etapa en nuestra historia política y de comunicación gubernamental, donde la violencia discursiva y la agresión no solo circula en los márgenes, sino que emana desde el centro mismo del poder. Se observa la recurrente utilización de un lenguaje de descalificación y estigmatización dirigido a diversos actores políticos, sociales y culturales.
En Argentina la actualidad del discurso oficial se configura como un campo de batalla donde el odio emerge como un instrumento de consolidación de poder, pero también como un factor que desestabiliza el entramado democrático.
El lenguaje en este sentido no es neutro: opera como un dispositivo de control social y político
En los ya transcurridos más de 500 días de gobierno del presidente Milei, el discurso de odio se fue posicionando como agenda de gestión gubernamental. Este mecanismo pasó a ser una práctica política con efectos concretos. El modelo de comunicación instaurado reemplaza la deliberación por la descalificación, y convierte al adversario en enemigo. La palabra presidencial deja de unificar y comienza a dividir: se construye sentido desde la agresión y la humillación simbólica, debilitando el contrato social democrático.
La estrategia discursiva desde el poder no es accidental: es un recurso de gobierno que organiza el sentido común, excluye identidades, y justifica desigualdades; construye subjetividad obediente y temerosa fomentando la segregación social, debilitando de esta forma los lazos de solidaridad.
En esencia, este tipo de discursos hace que la comunicación política actúe en el nivel de las subjetividades, buscando no solo informar, sino también convencer, emocionar y crear vínculos afectivos con los ciudadanos. Entender esto ayuda a comprender cómo los mensajes políticos, no son inocentes, y pueden generar un impacto profundo en la forma en que las personas perciben su realidad social y política
Los discursos de odio emitidos desde los más altos niveles del gobierno no son inocentes, ni casuales forman parte de un plan estratégico comunicacional.
Los discursos de odio se profundizan y territorializan en muchos casos, pasando desde la violencia simbólica, verbal o política a la violencia física y hasta la muerte. Estos riesgos, que parte de la sociedad recibe como amenaza, con miedo y preocupación, aleja a la ciudadanía de la participación democrática y del ejercicio de los derechos, entre ellos a manifestarse, debilitando el funcionamiento del sistema político. ¿Podemos pensar entonces, que la “crueldad” utilizada en los mensajes gubernamentales, no es un mero exceso, sino un método y una doctrina de poder que busca reconfigurar el tejido de los lazos sociales a través de la agresión y la confrontación?
(*) Dirigente político.